Arboles sagrados

 Los árboles gigantes sagrados son un tema recurrente en la mitología mundial. Se les atribuyeron poderes místicos y espirituales, y se consideran lugares de conexión entre los dioses y los seres humanos.



Uno de los más conocidos fue, Irminsul (de Irmin, grande, imponente, y sul, pilar, columna, gran pilar en sajón antiguo) es un pilar que conectaba según la leyenda el cielo y la tierra, representado por un roble o pilares de madera que eran venerados por los sajones. Fue derribado por el franco Carlomagno y solo así logró batir la moral de los vecinos sajones y someterlos. Siglos después, serían los mismos sajones los emperadores del Imperio Romano Germánico 


En la mitología nórdica, Yggdrasil es el árbol del mundo, considerado el eje del universo. Se cree que sus raíces y ramas conectan los diferentes reinos, como Asgard (hogar de los dioses) y Midgard (el mundo de los humanos).


Según la tradición budista, Siddhartha Gautama alcanzó la iluminación bajo un árbol Bodhi en Bodh Gaya, India. Desde entonces, este tipo de árbol se ha vuelto sagrado para los seguidores del budismo, representando la sabiduría y la iluminación.


Para los antiguos mayas, la ceiba era un árbol sagrado que conectaba el inframundo, la tierra y el cielo. Creían que sus ramas alcanzaban los planos celestiales y sus raíces se sumergían en los abismos subterráneos.


La mitología yoruba de Nigeria habla del Ife-Iroko, un árbol sagrado que se considera la morada de los dioses. Según la tradición, fue el primer árbol creado por el dios Obatalá y se le atribuye la creación de la humanidad.


Los taínos, pueblos indígenas del Caribe, veneraban al jícaro sagrado. Este árbol era considerado la morada de Yaya, la diosa de la fertilidad y la abundancia. También se creía que era la conexión entre el mundo de los vivos y el de los muertos. 


En Venezuela, los Warao, pueblo del Delta del Orinoco, se creían de ancestros descendidos de los árboles, y se adaptaron a un Mundonplano rodeado de agua. Vivían casi siempre en sus canoas. Lo mismo sucedía en el Lago de Maracaibo,  por lo que Américo Vespucio nos bautizó como Venezuela

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